A mitad de los años sesenta del siglo pasado Fidel Castro se había posicionado a nivel mundial como el paladín de las causas socialistas, en un mundo convulsionado por veintenas de revoluciones y movimientos anti imperialistas de corte socialista extremo. En México en las universidades públicas y en muchas otras instituciones los estudiantes si no era nuestro héroe por lo menos sentíamos una gran simpatía por él. Era el vencedor de la Revolución Cubana, el triunfador de Bahía de Cochinos, el que había puesto a sufrir a los americanos a solo un centenar de millas de su territorio. Cualquier joven de 18 de formación e ideas progresistas se fascinaba con sus logros. Yo no fui la excepción y por muchos años anhelé la oportunidad de conocerlo y para ello busqué cuanta oportunidad se me apareció.
Pero no fue sino hasta 1980 cuando el entonces secretario de Turismo, Guillermo Rossell De La Lama, me formuló una invitación para acompañarlo a La Habana a la firma de un convenio que signaría en esa materia con el gobierno cubano. Como en el evento iban a estar presentes miembros del poder legislativo de la isla y yo era diputado federal, así como secretario de la Comisión de Turismo de la Cámara pues me invitó. Pero además me advirtió que el programa del evento incluía una reunión con Fidel, lo que me entusiasmo doblemente. Lamentablemente las fechas del evento coincidieron con la situación del éxodo masivo de cubanos por Mariel, la situación se tornó incomoda y la Cancillería mexicana “le sugirió” a Rossell “que se suspendiera la visita”, lo que hizo a don Guillermo poca gracia pero lo acató. A mí simplemente me tacharon de bocón pues ya lo había platicado a algunos compañeros por presumido.
Pasaron algunos años y cuando era yo secretario de Turismo del Distrito Federal, me llegaron instrucciones de representar al Regente en La Habana.
Era la Asamblea de la importante Unión de Ciudades Capitales de Iberoamérica, en donde asistirían los alcaldes de esos países. En realidad solo asistieron los de Guatemala, Quito y Asunción, los demás éramos representantes. En el programa oficial aparecía una visita al Comandante, pero de última hora se suspendió por la falta de alcaldes importantes como el de México, Manuel Camacho. A cambio de la entrevista nos llevaron al baseball y a cenar a El Morro. El guatemalteco se quejó amargamente de la falta de seriedad de los cubanos, pero ni explicaciones le dieron hasta que regresó años después como presidente de Guatemala. Se llama Oscar Berger. Mi amistad con el alcalde de La Habana me llevó dos veces más a Cuba a dar sendas conferencias sobre turismo de ciudad, pero ver a Fidel ni en sueños.
Pero a toda capillita le llega su fiestecita y en octubre del año 2000, siendo yo representante general del gobierno de Veracruz en la Ciudad de México, el gobernador Miguel Alemán Velasco me llamó para que lo acompañara a Cuba a una exposición de productos de varias naciones en donde destacaban los del estado. Además iba a entregarle al hermano país una estatua de Agustín Lara que habían solicitado y que había tramitado con toda diligencia el embajador de México, Heriberto Galindo.
Desde la llegada pude sentir el trato deferente al de otras ocasiones y mi primer pregunta al embajador fue la de cuándo nos recibiría El Comandante. En ese preciso instante entendí las anteriores cancelaciones ya que Heriberto me dijo “Eso ni Fidel lo sabe hasta que a él se le ocurre”. Galindo había programado para esa noche una cena en nuestra embajada en honor de Alemán e invitó como convidado de honor al legendario revolucionario cubano Juan Almeida, quien fue de los que acompaño a Castro en el viaje del “Granma” desde Tuxpan. Almeida nos cautivó con la narración de la odisea que pasaron los revolucionarios para llegar a la isla y empezar la revolución. Al despedir a Almeida, Galindo, con todo sigilo, le preguntó la hora de la cita y el cubano le dijo “Chico, eso nunca se sabe con antelación”. Por lo que alemán se retiró en las mismas.
A la mañana siguiente el gobernador tuvo un desayuno en la casa de protocolo donde se hospedaba con el tercer hombre más importante de la jerarquía del gobierno, Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba. A la comitiva solo se nos invitó al final a tomar café, pero fue otra gran experiencia ya que Alarcón nos refirió anécdotas de toda la época castrista incluyendo el desembarco de Bahía De Cochinos y algo de la crisis de los misiles. Al terminar se le hizo la misma pregunta y se obtuvo casi la misma respuesta. De ahí alemán fue al Hotel Meliá a dar una conferencia de prensa y al concluir volvió a inquirir al embajador sobre si había nueva información, Galindo algo apenado pero acostumbrado a esas lídes simplemente le dijo que aún no se sabía. Enseguida nos trasladamos al recinto a donde se llevaba a cabo la exposición y don Miguel la recorrió e inauguro el pabellón veracruzano. El gobernador, viendo la hora, volvió a preguntar y le sugirió al embajador comer algo y el sinaloense le dijo que era mejor esperar un poco. Entonces alguien sugirió hacer tiempo dando una vuelta por la ciudad a lo que la seguridad cubana asignada a Alemán aceptó, pero solicitó que la comitiva se redujera. Afortunadamente yo libré el corte y continúe.
Después de algún corto paseo por El Malecón, arribamos a la Plaza de la Revolución y descendimos de los vehículos que nos transportaban. Alguien empezó a relatarnos la importancia del lugar donde nos encontrábamos, cuando uno de los agentes de seguridad, después de recibir una brevísima llamada, nos solicitó abordar de inmediato los automóviles. En menos de lo que se cerraron las puertas, entrábamos por una puerta cubierta discretamente por unos arbustos y descendimos dos niveles a un garaje en donde nos estaban esperando al pie de una entrada a un pequeño vestíbulo que conducía a un elevador.
El movimiento del mismo era tan especial que no podría saber si subimos o bajamos de nivel. Al salir del “ascensor” nos esperaban Ricardo Alarcón y otro personaje de la Cancillería, quienes nos guiaron hacia otro salón de mediano tamaño y nos solicitaron aguardar unos instantes. Lo que más llamaba la atención es que no existía una sola ventana en el lugar y la luz era algo tenue. Los elementos de seguridad nunca nos dejaron solos y como estatuas no movían ni un ojo. De pronto se dejaron escuchar unos pasos que se acercaban y ahí apareció el barbón más famoso. El último de los guerrilleros latinoamericanos exitosos: Fidel Castro Ruz.
Uno a uno nos fue saludando de mano, empezando naturalmente por el gobernador. Cuando me tocó a mí sólo alcance a decirle que era un honor conocerlo finalmente. Con toda cordialidad nos invitó a pasar a una enorme sala de juntas con una mesa para más de cuarenta personas. Nadie nos dijo como acomodarnos, pero en cuanto él se sentó don Miguel se sentó justo enfrente al presidente. A su derecha se colocó su hijo Miguel Alemán Magnani y a su izquierda el embajador Galindo al que le seguían su esposa y sus dos hijas. Después de Miguel hijo se acomodaron Carla Alemán y su esposo Toño Mauri y por último el que esto escribe.
Del otro lado, además de Fidel, se sentaron Alarcón y otras dos personas que me parecieron cercanas al líder comunista. La conversación la inició Castro, en medio de un breve refrigerio, entre preguntando y afirmando la situación que se venía con Vicente Fox y era fácil detectar que no le era ni agradable ni grato (¿tendría ya una bola de cristal?), Alemán con la cortesía y la discreción que lo caracteriza contestó con brevedad y con caballerosidad hacia el hombre de las botas. Después preguntó que iban a hacer los gobernadores priistas con un presidente del PAN. Abordó otros temas, pero siempre políticos y llamaba la atención de lo perfectamente enterado de todo lo que ocurría en México. Sabía nombres, puestos que ocupaban, lugares y fechas. Preguntó por su amigo Fernando Gutiérrez Barrios y hasta por el éxito de Cancún.
Pero donde todos nos quedamos helados fue cuando le preguntó a Alemán Magnani si le iba a entrar a la política, pues sabía que recientemente había salido de Televisa y todavía le hizo un análisis, una disección de la empresa. Siguió haciendo preguntas, pero en realidad sabía todas las respuestas. Al embajador y su familia los trataba como si vivieran con él y conocía hasta la vida social de las muchachas. Volvió a preguntar por Fox y su futuro gobierno. Nos preguntó cómo habíamos visto la restauración del Centro Histórico de La Habana y el gobernador le dijo que iríamos al día siguiente. Volvió a hablar de México de su vida cultural y muchos pequeños detalles que ya no recuerdo.
Nunca me había pasado, pero en casi tres horas que estuvimos con Fidel, solo abrí la boca, e imprudentemente, para informales a la mesa cuantos partidos actuaban en el Congreso mexicano. En verdad Castro Ruz era alguien fuera de serie, un conversador nato, alguien que lo seducía a uno fácilmente. Pero que sean otros los que lo alaben, que lo enjuicien o lo fustiguen. Hizo mucho daño pero defendió a su patria e indirectamente ayudó a los pueblos latinoamericanos en la defensa de nuestras soberanías.