LA HABANA, CUBA.- Fue el hijo de un rico terrateniente, pero Fidel Castro le dio la espalda a una vida de privilegios para liderar una revolución de izquierda en Cuba que resistió durante décadas los embates de potencias mundiales y fue modelada por su astucia política, su agudo sentido del destino y su ego sin límites.
Castro fue venerado durante medio siglo por la izquierda gracias a su voluntad de acero. Sin embargo, la persecución contra sus opositores y su falta de apertura lo convirtieron en un tirano para los ojos de sus detractores.
Tan idealista como pragmático, extremadamente inteligente e imprudente, carismático pero intolerante, Castro falleció a los 90 años el viernes y dejó a la izquierda mundial sin la última leyenda de la Guerra Fría.
Sus admiradores veían en él a un visionario que se alzó contra la dominación de Estados Unidos sobre Latinoamérica, llevó servicios de salud y educación a los pobres e inspiró a movimientos sociales en todo el mundo.
Aún antes de liderar la revolución de 1959 que llevó a Cuba al comunismo, Castro vio su potencial de grandeza.
Desde una temprana edad admiraba a las figuras históricas más audaces, particularmente a Alejandro Magno, y creía que él y sus rebeldes eran parte de esa tradición.
Cuando Castro derrocó al dictador Fulgencio Batista con su ejército de guerrilleros barbudos, románticos e irreverentes tenía apenas 32 años.
El carismático abogado instaló pronto un régimen socialista a sólo 150 kilómetros de Estados Unidos y se convirtió en un paradigma de resistencia para militantes de izquierda alrededor del mundo, que idolatraban a los jóvenes combatientes que alfabetizaron al país y nacionalizaron las empresas extranjeras.
Con su sempiterna barba, uniforme de combate y magnética retórica, Castro puso a su pequeña isla del Caribe en el centro de la Guerra Fría con una revolución que encendió el imaginario de generaciones.
Pero sus opositores lo vieron como un testarudo bravucón que no respetaba los derechos humanos, encarcelaba a sus críticos, y prohibía a los partidos opositores.
Sus 50 años de Gobierno con una escasa tolerancia por el disenso llevaron a cientos de miles de cubanos al exilio, incluyendo algunos que habían apoyado inicialmente su revolución, y difuminaron para muchos la épica con la que llegó al poder.
Su muerte se da luego de una serie de cambios económicos en Cuba, una de las pocas naciones de Gobierno comunista que sobreviven junto con Corea del Norte a pesar del acercamiento entre La Habana y Washington después de más de medio siglo de hostilidades.
Castro no sólo sobrevivió decenas de atentados sino también al derrumbe en 1991 de su benefactor la Unión Soviética, que hundió a Cuba en una profunda crisis económica de la que todavía intenta recuperarse.
Mientras McDonald’s abría un restaurante en la Plaza Roja de Moscú, Castro redobló su discurso antiimperialista y transformó a Cuba en una de las últimas fronteras de la Guerra Fría.
Una enfermedad nunca especificada lo obligó a transferir temporalmente el poder a su hermano menor Raúl en una calurosa noche de verano del 2006. Luego, renunció a la presidencia y fue desapareciendo gradualmente de la vida política.
Su sillón vacío junto a Raúl en las reuniones del gobernante Partido Comunista y la repercusión que alcanzaban sus escasas apariciones públicas eran, sin embargo, un recordatorio de la enorme influencia que «el Comandante» aún ejercía detrás de bastidores.
La influencia internacional de Castro repuntó en los últimos años, cuando dejó de recetar la revolución armada para curar los males del Tercer Mundo e impulsó programas gratuitos de salud y alfabetización que beneficiaron a millones de pobres desde Pakistán hasta Bolivia y Nicaragua.
Pero tras su larga travesía al mando de Cuba, el país queda sumergido en una lucha para adaptarse a un mundo que cambió drásticamente desde que bajó de la Sierra Maestra.
«LA HISTORIA ME ABSOLVERÁ»
Su legado político será objeto de pasionales debates. Pero pocos cuestionan la astucia que le permitió sobrevivir en el poder a nueve presidentes de Estados Unidos, más de cuatro décadas de embargo económico y -según la contrainteligencia cubana- más de 600 planes para asesinarlo.
Los «fidelistas» afirman que su revolución liberó a Cuba del yugo de Estados Unidos y creó una sociedad más justa y con los mejores servicios de educación y salud del Tercer Mundo.
Sus detractores sostienen que el precio fue altísimo: transformar a Cuba en una “dictadura comunista” que suprimió el disenso y encarceló a sus críticos.
Castro nació el 13 de agosto de 1926 en la hacienda de su padre, un inmigrante español, en el este de Cuba.
La pobreza de sus vecinos y el poder de las grandes firmas estadounidenses como United Fruit Company despertaron la sed de justicia social en el hijo del terrateniente. Y los curas del colegio jesuita donde estudió después la reforzaron.
Castro se zambulló en la política en la Universidad de La Habana, donde estudió derecho.
El 26 de julio de 1953 lideró un asalto suicida al Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, que terminó con la muerte o la captura de la mayoría de sus compañeros. Durante el juicio que lo mandó a prisión lanzó su frase proverbial: «Condenadme, no importa, la historia me absolverá».
Amnistiado en 1955 por Batista, Castro se marchó a México donde reunió a un grupo de exiliados con los que desembarcó el 2 de diciembre de 1956 en un manglar del oriente de la isla.
Los pocos supervivientes de la desastrosa operación, entre ellos Raúl y el médico argentino Ernesto «Che» Guevara, se refugiaron en la Sierra Maestra y emprendieron la guerra de guerrillas.
Apoyado por buena parte de la burguesía cubana, Castro derrocó a Batista el 1 de enero del 1959. Pronto lanzó una reforma agraria y nacionalizó centrales azucareras y refinerías de petróleo. Las tierras de su padre fueron de las primeras en ser incautadas.
En 1961 Castro repelió desde la torreta de un tanque en Playa Girón una invasión de exiliados apoyada por Estados Unidos y abrazó abiertamente el socialismo.
En 1962 instaló en Cuba misiles nucleares soviéticos, poniendo al mundo al borde de una guerra atómica.
La enemistad con Estados Unidos marcó el resto de su vida, como anticipó en una carta escrita en 1958 en su escondite en la Sierra Maestra: «Cuando esta guerra se acabe empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la que voy a echar contra ellos. Ese va a ser mi destino verdadero».
Durante las siguientes cinco décadas Castro fue el primer secretario del Partido Comunista, la única fuerza política legal en Cuba.
El Comandante dominó todos los aspectos de la vida de los cubanos, desde la economía y política exterior hasta la potencia de las lámparas en sus casas.
Y siguió pisando fuerte en la escena internacional, despachando cientos de miles de soldados cubanos al otro lado del Atlántico a combatir contra Sudáfrica por la liberación de Angola.
Para muchos izquierdistas fue la voz de los desamparados, con legendarios discursos como uno de cuatro horas y cuarto pronunciado en 1960 en las Naciones Unidas.
«He cometido errores, pero ninguno estratégico, simplemente táctico», dijo al periodista francés Ignacio Ramonet en el libro entrevista «100 horas con Fidel» publicado en el 2006. «No tengo ni un átomo de arrepentimiento de lo que hemos hecho en nuestro país y de la forma en que hemos organizado nuestra sociedad».
Su personalidad cautivó a figuras de todo el mundo desde el fallecido premio Nobel de literatura colombiano Gabriel García Márquez hasta el ex astro argentino del fútbol Diego Armando Maradona, que lleva a Castro tatuado en la pantorrilla izquierda.
En casa no cedió ni un milímetro a sus adversarios, que fueron tratados como «mercenarios» a sueldo de Estados Unidos. Muchos marcharon al exilio, otros acabaron en el calabozo.
El hambre desatada por la implosión de la Unión Soviética en 1991 lo obligó a aceptar a regañadientes la inversión extranjera en áreas como el turismo.
Con los años, empezó a alternar su uniforme militar verde olivo por el traje y la corbata, como el que vistió para recibir en 1998 al Papa Juan Pablo II.
ÚLTIMOS AÑOS
Su fascinación por las cámaras hizo que el Comandante fuera envejeciendo a la vista de todos. En el 2001 se desmayó durante un discurso y dos años después tropezó al bajar de un estrado haciéndose añicos la rodilla.
Pero siguió burlándose de sus enemigos.
Aunque al enfermar en julio del 2006 los exiliados en Miami descorcharon botellas de champán para celebrar su muerte, Castro vivió todavía una década más para ver el sistema socialista firme en manos de su hermano.
Bendijo las reformas de Raúl, un general tan comunista como él pero con fama de ser mucho más pragmático. Y no se opuso a su intento de restablecer las relaciones con Estados Unidos.
«No confío en la política de Estados Unidos ni he intercambiado una palabra con ellos, sin que esto signifique (…) un rechazo a una solución pacífica de los conflictos o peligros de guerra», escribió en un comunicado publicado por el periódico Granma del Partido Comunista de Cuba.
De equipo deportivo y pantuflas, Castro dedicó los últimos años de su vida a escribir ensayos sobre política internacional que firmaba simplemente como «Compañero Fidel».
En su nuevo papel de estadista jubilado, llegó a confesarle en el 2010 al periodista estadounidense Jeffrey Goldberg, de la revista Atlantic Monthly, que el modelo cubano «ya ni siquiera funciona más para nosotros».
Los altibajos de su salud volvieron cada vez más esporádicos sus textos y apariciones en público. Sus prolongados silencios y el espeso misterio en torno a su enfermedad atizaron durante las últimas semanas rumores sobre su muerte.
Fidel Alejandro Castro Ruz siempre se mostró reacio a hablar de su vida privada, pero se sabe que tuvo 9 hijos. Los más conocidos son el científico nuclear Fidel Castro Díaz Balart, o simplemente «Fidelito», y Alina Fernández, una feroz crítica de su padre exiliada en Estados Unidos.
Tuvo otros cinco hijos varones con la ex maestra Dalia Soto del Valle cuyos nombres comienzan todos con «A», la inicial de su nombre de guerra: Alejandro.
Ahora, tras su desaparición, Raúl, de 85 años, enfrenta el reto de proseguir con las reformas y el histórico acercamiento con Washington sin traicionar la herencia ideológica de su hermano para llevar a la isla a un futuro, ante el cual Fidel se mostraba optimista.
«Estoy preparado para la muerte. Ciento por ciento. Ni siquiera pena me da no terminar algo», dijo en el 2003 al director estadounidense Oliver Stone, durante una entrevista para el documental «Looking for Fidel».
«Yo sí admito que soy un dictador, soy un dictador de mí mismo, esclavo del pueblo, es lo que soy», sostuvo en esa oportunidad.