ESPAÑA.- Francis Bacon fue fiel a su adhesión inquebrantable a la figura humana y a su dolor. Frente a otros como Pollock, Rothko o Burri, él hunde los cuerpos mórbidos en negras profundidades que hablan con más fuerza de la quiebra y la crisis. Del sexo y el deseo, el erotismo y el placer, es el pinto que derrotó a la fotografía, decía que la desnudez del cuerpo humano le recordaba al escaparate de una carnicería: «Quiero que la pintura sea carne».
El carnicero sofisticado agarró el desnudo, brutal y retorcido, y colgó esos cachos de carne retorcidos de lo más alto del lienzo. Dejó que se pudriera a solas, sin ambientes cotidianos, sin referencias (algunas jaulas, algunas camas, algunos tronos): su carnalidad enfrentada a los problemas del vivir más que a los problemas donde se vive. En su investigación existencialista y expresionista miró para atrás, para mantener un diálogo con el pasado, sobre todo, con Velázquez. Pero también Picasso, la puerta por la que Bacon accedió a la pintura, sin tener idea de pintar.
Esa era la excusa del comisario Martin Harrison para montar la exposición titulada Francis Bacon: de Picasso a Velázquez, en el Guggenheim de Bilbao (hasta el 8 de enero), con el apoyo de Iberdrola. Y es cierto que hay cuadros de Picasso y Zurbarán, de Murillo, Zuloaga y el retrato del Bufón del Primo de Diego Velázquez, pero es una justificación sin justificar en absoluto.
Son comparsas que si cuadran o se vinculan debe ser en el más profundo interior del responsable, que a tenor del resultado no debió de pasar por la exposición montada con la misma intención, en 2009, en el Museo del Prado.
A favor: hay un excedente de obra de Francis Bacon como nunca se había visto (desde la de El Prado). No en vano, Harrison es el tasador oficial del pintor. Toda pintura que quiera entrar en el catálogo razonado de Bacon debe pasar por su ojo. Gracias a su condición privilegiada ha reunido para el museo de Bilbao una amplia selección de obra, que, de alguna manera, gira en torno a cuatro grandes trípticos: Tres estudios para una crucifixión (1962), Estudios del cuerpo humano (1970), Tres estudios de figuras sobre camas (1972) y Tríptico (1987), y en torno a ellos casi 80 pinturas que recrean la pelea que Bacon mantuvo con la condición humana hasta hacerla calderilla.
Siempre fue mucho más violento en sus pinceladas, que en sus temas. Siempre contrario a la pintura ilustrativa y a todo lo que tuviera que ver con una opción narrativa. “Lo mío es un paseo en la cuerda floja, entre lo que se llama pintura figurativa y abstracción”. Un intento descarado de asombrar al espectador: “Yo quiero hacer cosas muy específicas, como retratos pero que no sepas cómo está hecha la imagen”, escribió. Hablaba de sus distorsiones plásticas como del rastro que deja la baba de un caracol, de cómo se rehacen las formas y se desenfocan, de cómo destruir las pruebas de la evidencia.
En la penúltima sala del recorrido se puede apreciar esto gracias a la galería ejemplar de retratos de pequeño formato, donde queda claro que la pintura no importa como copia de la realidad, sino como herramienta para mostrar lo que se siente sobre ella. Todo lo que se piensa sobre ella, todo lo que se pone en ella cuando se pinta. El artista que vivía para pintar y que pintó hasta el día de su muerte, en Madrid, en 1992.
Ludópata, borracho, mentiroso, masoquista y “un tío muy raro”, para el comisario Martin Harrison, la persona con más influencia sobre Bacon muerto, “nunca hay que creer lo que dijo” el pintor. Pero le haremos caso: “Yo quería pintar el grito más que el horror”. Y la sala con los estudios sobre los papas a partir del Inocencio X de Velázquez lo demuestran. Frente a la expresión comedida e implacable del retrato del genio barroco, la vehemencia contenida de Bacon que reinventa la evolución de la pintura.
Del pintor que traicionó a Picasso por Velázquez, Harrison ha conseguido traer la segunda obra firmada por él y su primer óleo (de inspiración claramente picassiana). A Goya el comisario lo incluye con una plancha de la Tauromaquia, pero pasa de largo el asombroso reflejo que se establece entre Figura en una habitación (1958) y la estampa de El Coloso.
La proyección cronológica de la muestra descubre cómo el pintor camina hacia lo concreto, descargando la anécdota, limpiando la figuración hasta dejar la carne en los huesos. Pinceles secos y al toque.
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