1. En enero de 2011, una noticia literaria difundida por la agencia Reuters consiguió titulares en los más importantes periódicos del mundo: a sus 99 años, la señora Toyo Shibata había vendido un millón y medio de ejemplares de su libro de poemas titulado No te desalientes, que ella misma se editó, sin mayor pretensión que consolar a sus compatriotas, inmersos por aquel entonces en una difícil crisis económica. Shibata fue lo que se llama una poetisa tardía: empezó a escribir a los 92 años, pero hasta finales del 2009 no se decidió a dar a conocer una pequeña selección de 42 poemas. Después de su espectacular éxito, el editor Asuka Shinsha compró los derechos del libro y se dedicó a reeditarlo. Hasta hoy, No te desalientes sigue siendo uno de los volúmenes más vendidos de la poesía japonesa contemporánea. “Sólo quería darle las gracias a las personas que me han ayudado a llegar a esta edad”, dijo afablemente la autora en una entrevista.
2. Uno de los poetas clásicos japoneses más interesantes –y menos conocidos en español–, Minamoto no Sanetomo (1192-1219), fue también uno de sus antólogos más precoces. Con apenas 22 años, cinco antes de su muerte (acuchillado por un sobrino rencoroso) compiló los 700 textos delKinkai wakashû, antología personal que es lo único que ha quedado de su obra. Su preceptor, el gran Fujiwara no Teika, no fue menos prolífico: al morir, a los 79 años, dejó escritos cerca de 4,600 poemas y decidió, a través de varias influyentes antologías, un canon literario que perdura hasta hoy.
3. El poeta Senryu, que vivió en el siglo XVIII, fue el primero en escribir haikus en el estilo ligero al que ha dado nombre. Aún hoy, los críticos y scholars de la literatura japonesa discuten las diferencias entre el senryu (una poesía donde suele estar más acentuado el carácter paródico y satírico) y las diferentes escuelas del haiku (en el que la irreverencia es también un rasgo frecuente). Pero Senryu I (para diferenciarlo de su hijo mayor, que lo sucedió como cabeza visible de la escuela poética, y del hijo menor, que lo sucedió a su vez, prolongando la estirpe del llamado “primo pobre” del haiku hasta mediados del siglo XIX) fue también, durante décadas, el crítico de poesía más importante de Edo. Su función, como mucha de la crítica literaria japonesa, era básicamente preceptiva: Senryu evaluaba todos los poemas que le llegaban y que le presentaban sus discípulos, y publicaba los que juzgaba mejores como panfletos, que casi enseguida conseguían gran popularidad. Se calcula que hizo la crítica de dos millones y medio de poemas a lo largo de toda su vida (1717-1790).
4. A finales de los años 80 del siglo pasado, el panorama literario japonés experimentó uno de sus cíclicos revivals del tanka, de la mano de una poeta por entonces veinteañera y totalmente desconocida: Machi Tawara (Osaka, 1962), que tuvo la buena idea de traducir al “japonés moderno” textos incluidos en antologías clásicas, como el Manyoshû y el Taketori Monogatari. No se trataba sólo de un cambio en el lenguaje, también adaptó los códigos de referencia de la tradición clásica a la sensibilidad pop de su generación de una manera tan desprejuiciada que suscitó burlas y polémicas entre la intelligentsia oficial: su libro narraba, en 15 capítulos-poemas, una historia de amor y desamor con un chico surfero de pocas palabras. El éxito comercial, sin embargo, fue indiscutible: ese primer libro de poemas, Sarada Kinenbi (El aniversario de la ensalada), se convirtió en el bestseller de la temporada, y llegó a vender más de 2 millones y medio de ejemplares (8 millones en todo el mundo). Comenzó así el llamado “fenómeno ensalada”: la joven Tawara devino celebrity, cortejada por sus fans y por los media, tema de películas y musicales, figura omnipresente en tertulias televisivas, anuncios publicitarios, etc.
5. Incluso a los lectores habituales de poesía japonesa, que en Occidente son numerosos, les sorprende la popularidad de la columna que durante más de veinte años publicó el poeta y estudioso Makoto Ooka en la primera plana del más leído de los diarios japoneses: Asahi Shimbun. La columna consistía en un poema antiguo de la tradición japonesa, famoso o no, seleccionado y comentado brevemente por Ooka. El periódico llegaba a siete millones de lectores, y desayunar con “el poema de Ooka” se convirtió en el hábito matutino de varios millones de japoneses.
6. La popularidad de los clásicos de la poesía japonesa se debe, entre otras cosas, a un juego de cartas. La famosa baraja (uta karuta o uta garuta) que reúne los cien poemas de la antología OguraHyakunin Ishuu, preparada por Fujiwara no Teika en 1235, es parte de la cultura cotidiana de Japón desde hace más de tres siglos (pero antes de que los portugueses introdujeran los naipes occidentales, se utilizaban conchas marinas caligrafiadas para una diversión similar). Consta de dos series de 100 cartas cada una: en la primera están impresos los 100 poemas completos con sus cinco versos (un poema por carta) y en la otra serie sólo están los dos últimos versos de cada poema. Suele jugarse en Año Nuevo, entre dos o más participantes, quienes deben adivinar el poema completo a partir de los últimos versos leídos en voz alta por un árbitro. El que primero reconoce el poema, se queda la carta –cosa que requiere una destreza casi marcial; gana el que más cartas consigue acumular. Es poco menos que imprescindible, por supuesto, saberse de memoria todos los tanka delHyakunin Isshu: pocas antologías poéticas en todo el mundo han tenido tan larga y provechosa vida. Son apenas una centena de poemas, en total 500 versos (o más bien ku, la estructura silábica equivalente en japonés), una cifra bastante alejada de los 4,500 poemas del Manyoshû (c. 759), o de los 1,111 de la otra gran antología imperial de los primeros tiempos, el Kokinshû (905), en donde abreva el antólogo, pero ahí están, in nuce o bien desarrollados, casi todos los tópicos de una tradición. El juego se ha hecho aún más popular últimamente gracias a un manga –luego convertido en anime–: Chihafarune, cuya protagonista es una niña que quiere llegar a ser la mejor jugadora deuta garuta.
7. Una de las mayores voces poéticas del Japón moderno fue, sin duda, la poetisa Yosano Akiko. Famosa, primero, como piedra de escándalo en un célebre menage à trois, cuando con poco más de 20 años se fue a vivir con su maestro de poesía, Tekkan (Yosano) Hiroshi, y con su también muy joven amante, la poeta Yamakawa Tomiko. Akiko publicó en 1901 un libro de 399 tanka tituladoMedaregami (algo así como Cabellera enmarañada o Pelo enredado) que le ganó una fama inmediata como poeta erótica y suscitó enfebrecidas críticas morales.
Kenneth Rexroth, que la tradujo y antologó en Women Poets of Japan, hace notar que aunque Akiko e Hiroshi (Tomiko murió en 1909, antes de cumplir los 30) se veían a sí mismos como revolucionarios del estilo, en realidad sus poemas son ecos de muchos textos de la tradición clásica japonesa. La fama de ese primer libro, por el que aún hoy figura en la lista histórica de los más vendidos (la ediciónpaperback de Kadokawa Shoten es todo un longseller, y en la prestigiosa serie editorial de Sinchosha “100 libros del siglo XX”, Pelo enredado fue elegido para representar el año de su aparición), persiguió a Akiko toda su vida, a veces a pesar suyo: la pasión del público por esos versos de juventud, que a ella le parecían imitativos e inmaduros, la aburría profundamente. Según su criterio, esos versos románticos impedían que la gente se fijara en su última poesía, a su juicio más lograda. Incluso una vez que le pidieron hacer una antología de sus mejores poemas, Akiko no incluyó ninguno de ese primer libro, y sólo luego, a petición expresa del editor, seleccionó apenas 14 por considerarlos “de interés histórico”.
Las cifras que resumen esta carrera literaria son apabullantes: en vida Yosano Akiko compuso más de 17 mil tanka y 500 sistaichi (poemas en verso libre); publicó unos 75 libros, incluidas varias traducciones, y dirigió con su esposo la revista Myôjô (Venus o Lucero del Alba), activo órgano fundacional del romanticismo japonés. Además, tuvo 11 hijos.
8. Ihara Saikaku fue sobre todo novelista, aunque como compositor de haikus ostenta marcas poco menos que imbatibles. Murió en 1693, a los 52 años –dos más de los que prevé la tradición oriental como término “adecuado”– pero empezó precozmente su carrera poética, a los 15, y a los veinte ya era uno de los “maestros” del círculo Teimon, por entonces la escuela poética de moda. En 1670 Saikaku cambió de padrinos literarios y se pasó al Danrin, círculo que preconizaba una estética más espontánea y coloquial. Por supuesto, ninguna estética podía contener este torrente de inspiración lírica, así que en 1673 Saikaku creó su propio estilo, que sus colegas llamaron, en son de burla,orandaryu, “estilo holandés” (lo holandés fue para los japoneses un sinónimo de “extranjero” o “raro”, pues por esa época eran los holandeses los únicos occidentales autorizados a residir en Japón y la gente los veía con extrañeza). Ese mismo año, Saikaku lideró a 200 poetas en la composición de diez mil haikus durante un concurso de diez días que tuvo lugar en Osaka. Dos años más tarde, en 1675, con motivo de la muerte repentina de su esposa, y apenas cinco días después de su fallecimiento, Saikaku improvisó un largo poema de mil versos en 12 horas (un verso cada 40 segundos) donde daba rienda suelta –nunca mejor dicho– a su dolor. Esa proeza lo animó a emprender el primero de sus famosos maratones poéticos, a los que bautizó como yakazu haikai (o “poema del recuento de flechas”, en referencia a los certámenes de resistencia en el tiro con arco, que eran muy populares en esa época). En esa ocasión, consiguió improvisar una serie de 1600 poemas que publicó bajo el título, más que adecuado, de Ôku kazu (Muchos versos). Tres años después, picado en su amor propio porque un rival había superado su marca, compuso 4,000 poemas en 24 horas. Tales hazañas de imaginación y resistencia física tuvieron su punto culminante en 1682, cuando, ya iniciada su carrera de novelista, no resistió la tentación de batir su propio récord de velocidad y consiguió 23,500 poemas en un día (16 por minuto), cifra que puso en un aprieto a los varios escribientes que, acomodados en el santuario Sumiyoshi de Osaka, transcribían su verbo impetuoso y llevaban el recuento estadístico. Su éxito le valió algunos comentarios escépticos del maestro de maestros, Matsuo Basho, cuya obra completa conocida no rebasa los 2000 haikus, y unos versos irónicos de su discípulo Kikaku: “Va galopando:/ veinte mil versos vuelan/ como las moscas”.
Ya sin rivales a la vista en el campo de la poesía (al menos, en cuanto a velocidad se refiere), Saikaku consagró el resto de su carrera a la ficción.
9. En 1997, dos años después de perder su casa y salvar casi milagrosamente la vida en el terremoto que devastó la ciudad de Kobe, falleció el poeta Nagata Koi. Era una de las glorias vivas de la poesía japonesa, uno de los pocos nonagenarios consagrados en activo, y su muerte fue vista en cierto modo, como el canto de cisne del haiku boom de la década de los noventa, cuando algunos críticos y periodistas llegaron a calcular en diez millones el número de japoneses que cultivaban esta forma poética. “La mayoría de esa gente –se quejó alguna vez Koi– se contentan con aprender la técnica, pero son como niños chapoteando en aguas poco profundas”.
A un simple lector occidental le cuesta entender las querellas entre los distintos grupos poéticos del Japón contemporáneo, porque no asociamos la poesía con el éxito ni concebimos que traiga aparejados poder, fama y riqueza, cosas de las que Koi, a pesar de su larga y exitosa carrera iniciada a los 17 años, consiguió mantenerse distante. Lo inspiró siempre el ejemplo de Basho: el más austero y concentrado de los poetas japoneses.
10. ¿Cuántos poemas bastan para consagrar una carrera poética? ¿Cuántos definen un libro? ¿Cuál es la edad para empezar a escribir o alcanzar un juicio crítico definitivo sobre la obra propia o ajena? ¿Cómo se mide la excelencia o la precocidad en poesía? ¿Cuánto es “mucha” o “demasiada” poesía? ¿Qué cosa representa el éxito para un poeta? Una y otra vez, la larga y apasionante historia de la poesía japonesa mezcla estas preguntas y sus posibles respuestas en un remolino vertiginoso y cambiante de cifras que nos devuelven, también, nuevas preguntas.
Ernesto Hernández Busto/El País
jcrh