Habrá a quien le pueda parecer una minucia, una cuestión de formas sin importancia. Yo lo encuentro gravísimo, y precisamente por las formas, esas que los políticos suelen desairar, por estar concentrados, dicen, en resolver asuntos de fondo.
Si de veras se ocuparan del fondo, es claro que las formas serían otras, pues da la casualidad de que en este juego, como en casi todos, el fondo está en las formas. Son ellas las que nos indican que, para bien o para mal, eso que vemos, u oímos, es lo que hay. Así, que al anterior Secretario de Cultura (D.E.P.), que como sabemos fue tres veces presidente del extinto CONACULTA, jamás se le haya escuchado pronunciar en público el nombre de un artista contemporáneo (digamos, menor de cincuenta años) dice mucho, muchísimo, de cuánta atención le prestó, en el fondo, a las manifestaciones más actuales.
Las formas en política son así de importantes. ¿O creen que no es significativo descubrir, cuando uno se topa accidentalmente con la transmisión en vivo de las sesiones del Canal del Congreso, a varios diputados dormidos en sus curules? ¿Conocen a alguien que, sin ser narcoléptico (ni cleptócrata, como los otros), se duerma en su trabajo? Lo repito: en una democracia las formas son una cuestión de fondo. ¿O da igual que el secretario, ni más ni menos que de Educación, haya tenido el pésimo gusto, frente a unos niños, seguramente provenientes de familias de bajos recursos, de dizque hablar como ellos y conminarlos a “ler”; por lo cual una pequeña se vio obligada a corregir su dicción, con la ahora famosa frase de “se dice leer” (baboso, le faltó añadir)?
Y no estoy hablando de pompa, como a veces tienden a creer los funcionarios públicos, que confunden forma con derroche (como EPN, que tuvo la puntada de regalar más de diez millones de televisores como prueba de que “los beneficios de las reformas acompañarán a los mexicanos en su día a día”). Pura ostentación; como si viviéramos en una monarquía absoluta. ¿Se les olvida a los políticos mexicanos que en una república, las formas son las que garantizan el funcionamiento de las instituciones, ya que la fuerza que éstas poseen depende por completo de la percepción que la gente tiene de ellas, y esta percepción no está en absoluto desvinculada de sus manifestaciones formales? ¿O acaso nos genera una confianza bárbara que el recién nombrado secretario de Relaciones Exteriores admita que llegó a ese puesto sin tener la menor idea de nada, aunque con muchas ganas de aprender (muy lindo él, tan honesto)?
En fin, todo esto para decir que ojalá la nueva administración cultural (incluida la directora del INBA, nombrada hace unas semanas) le preste un poquito más de atención a la forma (sobre todo, de hacer política cultural en el siglo XXI). Queremos verlos y oírlos hablar de arte contemporáneo, sin reservas, sin el temor y la desconfianza que, nos lo han demostrado hasta el cansancio, les produce.
Si hablo en plural es porque sé que somos muchos los que pensamos que el arte contemporáneo debería ser prioritario en la agenda de la Secretaría de Cultura. Y por miles de razones, de las cuales diré sólo una, que sé que va a resonar en las cabezas de varios: el arte contemporáneo está de moda. Hay que estar ciego para no ver cómo le sacan jugo en otras partes del mundo al interés descomunal que desde hace un par de décadas despierta el arte contemporáneo (el mexicano incluido) en el público no especializado, y no sólo el más joven. Colas que dan la vuelta a la manzana de las exposiciones; salas atiborradas para escuchar hablar a tal o cual artista; bienales en cualquier parte del globo a las que viajan miles y miles de personas; y luego –esto les va a encantar– están las ferias, cuyas cajas registradoras no se detienen un segundo.
Sí, Frida Kahlo mueve cifras parecidas pero ¿y qué? ¿Eso en qué beneficia realmente al país, más allá de ganarle una especie de realce que, por otro lado, también nos reporta, ay, el Chavo del Ocho? Y digo esto porque sé que, en teoría, eso es lo que más les importa: la marca México. Pues qué mal la venden, señores. Las malditas formas, de nuevo.
Queremos, pues, entrar a sus oficinas y que en vez de Frida esté Silvia Gruner. En vez de Gerzso, Tercerunquinto. Vean, por favor, que ni siquiera estamos hablando, con el perdón de los recién mencionados, propiamente de arte joven, que podría, ese sí, parecerles demasiado inestable, demasiado extraño. Se trata de artistas que tienen varias décadas de carrera, y a los que nunca han volteado a ver ni por error. Si lo quieren saber: para muchos de nosotros, el INBA es como un viejo buque que se quedó varado en los años sesenta. No sentimos que nos represente en lo más mínimo. Vamos, ni siquiera creemos que existan ya las Bellas Artes, empecemos por ahí. Y sigamos por decir que de nacional tampoco vemos que tenga mucho. Y eso es precisamente lo que estamos esperando: que esta situación se revierta un poquito en los dos siguientes años, aunque sea en la forma. Aunque sea en el discurso. Ese sería un buen comienzo, la prueba del cambio de mentalidad que tanto nos urge.
—
María Minera es crítica e investigadora independiente. Desde 1998 ha publicado reseñas y ensayos en una diversidad de revistas culturales y medios, como El País, Letras Libres, La Tempestad, Otra Parte y Saber Ver, entre otros). Actualmente trabaja en el libroPaseo por el arte moderno, una introducción al arte del siglo XX para jóvenes lectores (Turner).
con información de Revista Código