Al comienzo de “El cielo protector”, su obra más célebre, Paul Bowles deja claro que la diferencia fundamental entre el turista y el viajero reside en el tiempo. “Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”, dice el narrador de la novela, quien alude también a otra distinción: “el turista acepta su propia civilización sin cuestionarla”, no así el viajero, “que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan”. En esta breve y certera argumentación se dibujan no sólo los rasgos del Bowles viajero sino su manera de abarcar la existencia.
Paul Bowles (Nueva York, 1910-Tánger, 1999) ejerció de escritor, periodista, compositor y etnógrafo: fue íntimo de Gertrude Stein, alumno del músico Aaron Copland, colaborador en teatro de Orson Welles y Tennessee Williams, crítico musical del Herald Tribune, compañero de aventuras de la generación beat, escritor de éxito, viajero empedernido y apasionado estudioso del norte de África. En 1947, dos años antes de la publicación de su más famosa novela, El cielo protector, Bowles se trasladó a Tánger junto su esposa, Jane Bowles. Allí grabó durante el segundo semestre de 1959, con el apoyo de la Rockefeller Foundation y la Library of Congress estadounidenses, la música contenida en esta excepcional edición del sello Dust-to-Digital: un conjunto revisado y ampliado hasta prácticamente el doble de contenidos musicales y textos documentales sobre la original de 1972, que, en dos volúmenes en elepé, editó la propia Biblioteca del Congreso.
Bowles estructuró su misión en cuatro viajes productivos de modo desigual, gestionó el beneplácito de las autoridades (fundamental para conseguir la colaboración de la mayoría de los músicos que participaron) y junto a un asistente marroquí, un amigo canadiense y la grabadora portátil Ampex 601 recorrió en coche 40.000 kilómetros para realizar 250 grabaciones de campo en 22 localizaciones distintas.
Cuenta Lee Ranaldo, de Sonic Youth, en el prólogo que abre el extraordinario cuaderno de notas que acompaña a esta edición que su inmersión en la prosa de Bowles fue un proceso lento y esforzado. También, que hubo un momento en el que todo tuvo sentido y ya no hubo vuelta atrás. La afirmación de Ranaldo puede extrapolarse a la música marroquí en general. Hay dos líneas principales, trazadas por el propio Bowles (y bastante discutibles desde el punto de vista musicológico y etnográfico, como apunta en sus notas Philip D. Schuyler, responsable de la supervisión por parte de Library of Congress) en la división de estas grabaciones: las que conservan la tradición sin haberse visto afectadas por elementos ajenos y las que sí incorporan influencias de otras culturas y tradiciones colindantes geográfica o temporalmente (música sefardí y andalusí, principalmente).
Casi toda la música tiene elementos comunes. Hay un claro punto de partida desde lo colectivo, la música se genera a partir de grupos amplios en su número de integrantes. La percusión y la voz son los dos ejes centrales: percusiones propias del folclore norteafricano, de gran y pequeño formato, de mano, metálicas, corporales, repetitivas e hipnóticas; las voces aparecen a modo de largos recitativos corales en estructuras de pregunta y respuesta repitiendo salmos, o como cantes de solistas de gran poder evocador que interactúan con los coros hasta llegar al trance. El guembri (instrumento tradicional de sonido cercano al del bajo), los vientos y el violín cierran el círculo con fórmulas que a menudo adquieren la manera de hipnóticos drones. Estructural y rítmicamente compleja, armónica y tonalmente más sencilla, la música marroquí se descubre inabarcable en su riqueza expresiva y su poder de comunicación. La escucha de esta obra antológica (en continente y contenido) deja un regusto trascendental del que no es posible escapar. La intuición de que algo importante ha sucedido.
con información de El País
jcrh