La corrupción de la pandilla mexiquense y pachuquita ha excedido los mínimos de agravio suficientes para deber ser encausada, bajo cualquier procedimiento judicial, penal, político o internacional público. Sin embargo, aunque esta aseveración es suficiente para sustentar cualquier tipo de indignación y demanda popular, interna o exterior, el conflicto desatado, que rebasa las fronteras territoriales, va todavía más allá.
Ya no tiene dique posible. Es un foco de infección que ha rebasado las madres de su propia corriente. Es una hecatombe incontrolable e impredecible que se cierne no sólo sobre las cabezas de los inculpados, sino que ha devastado todos los soportes, los asideros posibles de conciliación o arreglo con las franjas mayoritarias de población y con los sectores afectados.
peñato lleno de dólares
No sólo ha convertido al país en un inmenso cementerio de víctimas inocentes y expiatorias, de cómplices incómodos y de protagonistas de la delincuencia feroz y desquiciante. El territorio se ha transformado en una llaga purulenta, tan sensible, que se ha convertido en un páramo ingobernable para cualquier persona o grupo que intente en el futuro inmediato ejercer lo que queda del poder.
En una de las frases que definirán el juicio de la historia a corto plazo, Enrique Peña Nieto se atrevió a soltar de su infame pecho que la corrupción es un fenómeno cultural de los mexicanos. Aunque representó una exculpación no pedida que devino en acusación manifiesta, es parte del discurso ignorante de quien ya no tiene defensa posible.
Una reducción al absurdo de un fenómeno más parecido a una epizootia, que a una conducta humana. Expresión de descerebrados que quieren justificar procedimientos esquizoides de devastación colectiva, motivados sólo por una ambición voraz que ha consumido cualquier sustento político, económico y social de respeto y credibilidad.
El país y el mundo, avergonzados por sus prácticas
Los mexiquenses llegaron al lugar sin límites. Uno donde no hay retorno posible. Por favorecer las transas de una claque enloquecida por el dinero, que venía desde los negocios de Toluca, por desplazar a todos los grupos de empresarios nacionalistas regionales, ha desatado los amarres en los que se sustentaba el régimen tradicional.
Pretendiendo erigirse en una dinastía política que rigiera los destinos del país por varias generaciones, acabó –por su codicia– siendo el payaso de las cachetadas de un mundo avergonzado por sus prácticas, una pantomima macabra del entendimiento Estado-narco, una extraña representación de la inmundicia.
Churchill: “mínimo de corrupción sirve como un lubricante…”
La corrupción no es de ninguna manera un fenómeno cultural acuñado por mexicanos mal nacidos. Es una expresión histórica que algunos regímenes han utilizado como estrategia, como puente para gobernar en toda época y lugar. Lo que pasa es que, como en todo, hay niveles, grados de aplicación. En México, no.
Demóstenes, acusado por el tesorero de Alejandro de apoderarse de los dineros de la Acrópolis, fue condenado y obligado a huir. Pericles, El Incorruptible, fue acusado de haber especulado sobre los costos de construcción de El Partenón.
Dante sitúa a los corruptos en el infierno, pero el propio escritor fue exiliado por haber aceptado porcentajes indebidos, a cambio de la emisión de órdenes y licencias restringidas.
Colón se lanzó al descubrimiento de una nueva ruta hacia Las Indias, motivado por la ambición de riquezas sin paralelo. En sus propias palabras se revelan sus intenciones: “conseguir oro, cual cosa maravillosa, quien lo posee es dueño de conseguir todo lo que desee… con él, hasta las ánimas pueden subir al cielo”.
Luis XIV, en sus Memorias, afirma que “no hay gobernador que no haya cometido alguna injusticia, ni soldado que no viva de modo disoluto, ni señor de tierras que no actúe como tirano”. Napoleón solía aconsejar a sus ministros que” les estaba concedido robar un poco, siempre que administraran con eficiencia”.
En los regímenes fascistas y comunistas, la corrupción de sus nomenklaturas y fascios de combatimento, entraron a formar parte muy importante del funcionamiento del Estado, con la única condición que sus trastupijes fueran reportados a los altos mandos de inteligencia y represión.
Sir Winston Churchill, el Primer Ministro británico, llegó a decir que “un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia… corrupción dentro de la Patria y agresión afuera, en las Colonias… para disimularla”.
La insaciable voracidad de la tolucopachucracia
Pero en México, la voracidad de la tolucopachucracia ha desatado un enfrentamiento de todos contra todos. La codicia irrefrenable provoca la represión y la aniquilación de los contrarios, aunque representen causas legítimas que otorguen estabilidad a la Nación. El enriquecimiento es ciego, sordo y mudo. Quiere pasar inadvertido, aunque todo mundo sea testigo de pruebas de rapiña irrebatibles.
La corrupción mexiquense, peor aún, no tiene estrategia, ni puerto de arribo. Es sólo un impulso psiquiátrico de poseer para avasallar, para pretender perpetuar los dominios políticos y económicos, sin tomar en cuenta a nadie que no pertenezca a esa estirpe.
Aunque sepan –o sus confidentes les aconsejen– que al dejar el llamado gobierno tendrán que escapar y esconderse debajo de las piedras de algún paraíso fiscal… o debajo de alguno de los juegos de Disneylandia, que es el refugio favorito, el que sus cabecitas intuyen... el mejor bunker que conocen.
¿Para 2018 el peor de los corruptos del círculo íntimo?
El gobierno de Peña Nieto y él mismo está corrompido hasta la médula y se ha aislado irremisiblemente. De ninguna manera conseguirá el apoyo social, pues es demasiado el estropicio que ha provocado. No puede convocar a sus iguales enriquecidos, porque se han distanciado en función de la falta de prebendas, oportunidad de sobornos y trasiegos.
México está considerado no sólo como uno de los países más corruptos del mundo, y el primero de los 34 que forman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, sino como el que ha librado la guerra sucia contra sus detractores, con tal de quedar impune.
Está acusado ante cortes internacionales de justicia penal de ser inducido por la corrupción para perpetrar delitos de lesa humanidad. El que se ha negado a recibir siquiera visitadores internacionales de derechos humanos para entrevistarse con supuestos delincuentes y legislar sobre desapariciones forzadas.
El que está ya obligado a escoger al peor de los corruptos del “círculo íntimo” del régimen para ser el postulado por su partido para librar la batalla por la sucesión presidencial, apelando a la falta de memoria histórica de un pueblo vejado y escarnecido.
¿Y con todo esto se atreve Peña Nieto a decir que la corrupción es un fenómeno cultural de los mexicanos?
¡Es un fenómeno de la mente febril de tolucos y pachuquitas!
¿No cree usted?
Índice Flamígero: Aunque ya desmentida por el portavoz de Los Pinos, Eduardo Andrade, la versión del diario londinense The Guardian sobre una lujosa residencia –¡ooootra!– de la señora Angélica Rivera en Key Biscayne cobró rápidos visos de verosimilitud dados los antecedentes de la esposa de Peña Nieto y de él mismo, quienes reciben “donaciones” –supongo que nada desinteresadas– de anónimos benefactores. En otras palabras, parodiando a las rayas del tigre, “un acto corrupto más” habría sido el tema del imaginario social y político, ¿a poco no? + + + En un evento en el Senado de la República, la embajadora de Estados Unidos en México puso, por su parte –y la de Obama y los grupos económicos y financieros a los que representa– el dedo en la llaga: ” “Los mexicanos tienen opiniones divididas sobre muchos temas: las Águilas o las Chivas, las tortillas de maíz o las de harina, el Santo o el Blue Demon, Luis Miguel o Alejandro Fernández, senadores o diputados. Pero hay un tema en el que todos están de acuerdo: ¡ya basta de corrupción!”. El mensaje es claro. Aún para los que, dice The Economist, “no entienden que no entienden”.
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