MOSCÚ,- Para el columnista ruso Semión Novoprudski apunta en su artículo la existencia de dos Rusias, «la del sentido común» representada por el refrigerador como expresión de las necesidades básicas y la del «mito nacional», víctima de la propaganda nacionalista desplegada por los medios. El refrigerador le gana la partida a la televisión.
Rusia se ha acostumbrado: a la crisis y la recesión; al petróleo bajo y el rublo por las nubes, que han dejado 5 millones de nuevos pobres; al parmesano siberiano y al jamón moscovita, que han sustituido en las tiendas a los originales por el embargo que prohíbe importar alimentos occidentales.
«No hay dinero. Cuando lo encontremos, subiremos las pensiones. Resistan», dijo hace unos días un agobiado Dmitri Medvédev, primer ministro ruso, cuando una jubilada le increpó en Crimea por los apenas 100 euros que cobran los pensionistas rusos, que por si fuera poco no se han actualizado este año por la inflación.
Medios y blogueros críticos hicieron justicia al jefe del Gobierno al señalar, en tono sarcástico, que la difusión del vídeo con los apuros que pasó Medvédev demuestra que en Rusia hay libertad de expresión: todos pueden ser culpables de los problemas del pueblo salvo una persona, el presidente Vladímir Putin.
En otro arranque de sinceridad, nada espontáneo a diferencia del que tuvo Medvédev, el asesor de Putin en materia económica, Andéi Beloúsov, admitió esta semana que Rusia ha sumado 5 millones de nuevos pobres desde que empezó la crisis.
En un país donde los precios de los alimentos básicos y la ropa no distan de Europa y son a menudo incluso superiores, ser pobre es tener unos ingresos inferiores a 10.187 rublos (unos 155 dólares) mensuales.
Pero aún con más de 19 millones de rusos, una quinta parte de sus 146 millones de habitantes, malviviendo bajo ese umbral de la pobreza, según cifras ofrecidas por Beloúsov, la popularidad del jefe del Kremlin no se resiente desde la anexión de Crimea y se acerca al 90 por ciento.
Mientras, los mismos ministros, expertos y asesores del ramo económico, desde siempre los más sensatos en el panorama político ruso, lanzan a la opinión pública dos mensajes aparentemente contradictorios.
Por un lado, no se cansan de señalar que el modelo imperante -basado en la explotación de materias primas, industrias y tecnologías poco competitivas, además de un sobreproteccionismo social, entre otros males- debe ser superado para volver a la senda del crecimiento.
Por otro, resaltan que lo peor de la crisis ya ha pasado; que la economía rusa, sus empresas y sus ciudadanos, ya se han habituado a las nuevas circunstancias; que el rublo ya no es tan sensible a los vaivenes del petróleo y que la inflación está controlada.
Ciertamente, tras el desplome que sufrió el rublo entre 2014 y comienzos de este año -cuando perdió más de la mitad de su valor empujado sobre todo por la caída del petróleo-, la moneda rusa se ha estabilizado y se mantiene más o menos impasible ante los precios del crudo, que rondan ya los 50 dólares por barril después de caer por debajo de los 30 el pasado mes de enero.
Sin embargo, la economía sigue en recesión; los ingresos reales y los salarios han caído; las pensiones se han estancado y millones de nuevos pobres practican la ingeniería financiera para llenar el refrigerador.
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