Imagen: AFP
- Homero Gómez es uno de los ambientalistas que han muerto en México por defender a la naturaleza.
- Los homicidios contra activistas han aumentado en los últimos años en el país.
- Te mostramos lo que ocurre en la nación y el panorama al respecto.
En los bosques de oyamel del oeste de México, donde millones de mariposas monarcas ofrecen majestuosas danzas, el legado de su guardián, Homero Gómez, uno de los ambientalistas más famosos, sigue vivo 2 años después de su muerte.
Las investigaciones de la fiscalía, aún en marcha, sugieren que Homero, de 50 años y quien denunciaba la tala ilegal, corrió la misma suerte de otros activistas asesinados. Durante 2020 ocurrieron 30 casos, según un registro de la ONG Global Witness.
Esa cifra representó un aumento de 67% con respecto a 2019; convirtió a México en el segundo país más letal para los ecologistas, detrás de Colombia, de acuerdo con la ONG.
«El legado que dejó (Homero) y esa iniciativa que tenía está en todos nosotros», dice Olegario Sánchez durante uno de los agotadores recorridos de vigilancia por las montañas del santuario de mariposas monarcas El Rosario, en el municipio de Ocampo (Michoacán), que dirigía su amigo.
Ingeniero agrónomo, Gómez dedicó buena parte de su vida a la protección del hábitat de estos frágiles insectos ocres, que viajan cada año 5,000 km huyendo del invierno de Canadá y permanecen en México de noviembre a marzo.
Denunciante de taladores clandestinos, el activista desapareció el 13 de enero de 2020 y su cuerpo fue encontrado el 29 de ese mes en un pozo de agua.
«Fue un asesinato»
La fiscalía de Michoacán, que no atendió solicitudes de entrevista, señala que la muerte se debió a «asfixia mecánica por sumersión (…) con traumatismo craneoencefálico». Para la familia, no hay duda de que fue asesinado.
«No fue un accidente, fue un asesinato. No sé a quién quieran encubrir o qué está pasando», asegura Rebeca Valencia, viuda de Homero, quien no ve avances en las pesquisas y teme que el expediente se archive.
Ante la impunidad que rodea estos crímenes, «nuestra expectativa es de mucha preocupación», advierte Gabriela Carreón, del Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA).
Cerca de uno de los incontables racimos de mariposas dormidas que cuelgan de los árboles, los compañeros de Homero sonríen con nostalgia al recordarlo.
«Él era una persona con mucho ánimo» y su fuerza permanecerá «en todos nosotros, no en uno, en todos, somos 260 y los 260 seguimos en esa misma línea de poder continuar los trabajos» de vigilancia y reforestación, añade Sánchez.
Estos centinelas, algunos armados con machetes, caminan hasta 20 kilómetros diarios día y noche cuidando que el ganado no se coma los oyameles y pinos recién plantados. Esto también protegiéndolos de incendios y de los depredadores del bosque, a menudo vinculados con grupos criminales.
En el sendero turístico del santuario, también se observan policías.
Homero, quien había ganado reconocimiento internacional por su labor, también se dedicaba a gestionar recursos para la reserva ante autoridades ambientales. Era uno de los ambientalistas más importantes de México.
«No me dejen el bosque solo. Ustedes cuídenme el bosque y yo busco recursos», recuerda Juan González que les decía su colega.
Venciendo el miedo
Aunque la defensa del medio ambiente se tornó para ella en una sentencia de muerte, Filiberta Nevado, de 66 años, no abandona la protección del bosque de Zacacuautla (Hidalgo). Es una de las ambientalistas más amedrentadas de México.
En octubre de 2020, un talador la abordó para decirle: «¡Si algo me pasa, te mato!».
De larga cabellera, esta mujer guía a un grupo de periodistas durante un recorrido por las zonas más afectadas.
En la caminata, se constató la presencia de hombres con motosierras encendidas que abandonaron el lugar al ver a los reporteros.
«¡Esto es clandestino!», exclama Filiberta, señalando decenas de troncos de árboles regados en el camino de terracería.
Más adelante, frente a decenas de tocones de árboles cortados, la activista explica que su lucha consiste en denunciar a talamontes, ayudada por llamadas de vecinos, aunque pocas veces las autoridades les hacen caso.
«Ahorita ya puedo estar aquí sin ponerme a llorar, pero me provoca una tristeza infinita, y no por mi generación (…), sino por las generaciones que vienen que sufrirán la falta de agua», comenta.
Tras una conversación con otros pobladores sobre los últimos árboles derribados, advierte que las amenazas nunca la detendrán.
«No podría dejarme dominar por el miedo. No, más bien me domina la tristeza y la tristeza me mueve a hacer lo que sea», afirma antes de volver a casa para cuidar a sus borregos.