La historia siempre nos aportará una gran cantidad de explicaciones, tanto para entender nuestro presente, como para diseñar una prognosis extraída de nuestra experiencia política, económica y social. En ese orden de ideas, vale la pena recordar la fundación de la primera República en 1823, precisamente cuando se impuso el régimen federal, tan solo unos meses después del derrocamiento del primer emperador mexicano, el tristemente célebre Agustín de Iturbide, quien se mantuvo tan solo 9 meses en el poder después de haber sido el brazo armado del clero católico para lograr la independencia de España.
¿Se acuerdan cuando “don” Agustín, sentenció aquello de: “la independencia de México se llevó a cabo para preservar el patrimonio del clero católico mexicano amenazado por la aplicación de la Constitución de Cádiz?” Por alguna razón sus restos descansan en la catedral de México…
Si bien es cierto que la Primera República fue proclamada por el Congreso Constituyente, no fue sino hasta la promulgación de la Constitución de 1824 (una calca, en buena parte, de la Constitución de Estados Unidos), en que fue formalmente establecida como arquitrabe de nuestro promisorio orden jurídico. Cuando después de 12 años de vigencia el clero católico, de nuevo el clero católico, el peor enemigo de México a lo largo de su historia, decidió derrocar el gobierno encabezado por don Valentín Gómez Farías, ante una nueva ausencia de Santa Anna, surgió en 1835 una República centralista de extracción clerical, que entre otros males, ocasionó la pérdida de Tejas, Estado reacio a perder las ventajas del federalismo.
Después de varios vaivenes constitucionales imposibles de describir en este breve espacio, la restauración de la República se dio cuando Juárez, el verdadero Padre de la Patria, afortunadamente fusiló a Maximiliano en el Cerro de las Campanas y el Benemérito regresó a Palacio Nacional en julio de 1867. Hay quien sostiene que la Primera República concluyó con el salvaje derrocamiento de Lerdo Tejada ejecutado por Porfirio Díaz en 1876 para dar nacimiento a una patética dictadura de 34 años de duración, cuyo trágico final produjo el estallido de una pavorosa revolución que destruyó la economía y enlutó a cientos de miles de familias mexicanas. Y pensar que existe un movimiento para repatriar la osamenta del tirano con todos los honores que la patria pudiera otorgarle… ¡Horror!
Pero bueno, ¿no suena de maravilla fundar una Segunda República (los franceses ya llevan 5) y abrir, algo así, como una nueva página en blanco, redactada con el ánimo de construir una auténtico Estado de Derecho, objetivo en el que hemos fracasado en los últimos 200 años de vida independiente? La terrible injusticia social que padecemos tiene su origen en la patética incapacidad de aplicar la justicia, un grito popular cuyo eco se pierde en el interminable horizonte de la historia y en el catastrófico sistema educativo, desde que se burocratizó la educación sin que la sociedad indolente y anestesiada reconociera su responsabilidad en la estructuración de los mexicanos del futuro.
Álvaro Obregón aducía que “en México solo iban a dar a la cárcel los pobres y los pendejos.” En una Segunda República no podría tener cabida semejante enunciado, más aún si, dentro de un pacto social, logramos construir dicho Estado de Derecho, con lo cual el México Bronco volvería a enfundar sus pistolas…
jcrh