“Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”, la frase, atribuida al presidente Porfirio Díaz, pocas veces correspondió a la realidad… hasta el día de ayer. La fe en un dios amoroso y próximo siempre ha impregnado la vida cotidiana de los mexicanos. Y a pesar de los agravios infligidos por Estados Unidos en casi doscientos años de historia (la injusta guerra de 1847, la subsiguiente mutilación del territorio y la activa participación en el derrocamiento de nuestro primer gobierno democrático en 1913) los mexicanos no hemos resentido la cercanía con Estados Unidos, ni albergado violentas pasiones nacionalistas. Todo lo contrario: de pueblo a pueblo nuestra relación ha sido fructífera, estable, cordial.
Eso se acabó. Ahora, con el arribo de Donald Trump a la presidencia, todo mexicano tendrá razones para encomendarse más estrechamente a Dios (o a la Virgen de Guadalupe) y prepararse para una nueva guerra, no militar desde luego, pero sí comercial, económica, étnica, estratégica, diplomática.
Comercial, por la posibilidad de que Estados Unidos abandone el Tratado de Libre Comercio (que en 2014 llevó el comercio bilateral a los 534 billones de dólares) o imponga altos aranceles a nuestras exportaciones, frente a lo cual México buscará reaccionar de igual forma. Económica, por el secuestro que Trump ha anunciado que impondrá de las remesas (nuestra principal fuente de divisas) ante el cual México podrá invocar que se trata de una práctica discriminatoria que tendría que aplicarse también a chinos, filipinos, indios y demás inmigrantes. Étnica, por el previsible encono que desataría la política de deportación masiva de indocumentados, desgarrando familias, enfrentando vecinos, atizando las diferencias de identidad hasta en las escuelas. Estratégica, por la disrupción de la vida en la frontera que provocaría la construcción, así sea parcial, del muro.
Frente a un gobierno a tal grado hostil, México podría verse tentado a incumplir convenios que han funcionado razonablemente bien como los de cooperación en materia de seguridad, flujos migratorios de centroamericanos o tratados de provisión de aguas. Una tensión diplomática sin precedente en al menos 90 años acompañará al alud de demandas que individuos, grupos, empresas y asociaciones mexicanas —públicas y privadas— someterán ante las cortes de los dos países e instancias internacionales para defender sus intereses.
Para México y Estados Unidos, la llegada de Trump al poder es una tragedia. Más allá de los gobiernos, los mexicanos y los estadounidenses hemos sido muy buenos vecinos. Alguna vez escuché a Shimon Peres: “Qué daría Israel por un Tratado de Libre Comercio como el de ustedes”. No solo Israel. Millones de personas y vehículos atraviesan libre, ordenada y pacíficamente cada año la frontera en 57 cruces. Pocas fronteras en el mundo han sostenido una normalidad semejante por tantos años. Claro que hay problemas como el contrabando y el tráfico de armas, pero el tránsito legal y normal es mucho más importante. Ha sido una inadvertida bendición y, si se disloca, la extrañaremos mucho.
Entre las miles de mentiras que profirió Trump en su campaña, pocas más infames que esta, que agravió profundamente a muchos mexicanos: “Cuando México nos manda a su gente, no manda a los mejores… Nos traen drogas. Nos traen crimen. Son violadores. Aunque algunos, supongo, son buenas personas”. Las estadísticas del crimen lo desmienten. Y aunque la ola migratoria desde México ha cesado, en los años en que existió la verdad es que les mandamos a los mejores.
No me refiero solo a artistas, directores de cine, académicos, profesionistas, científicos, empresarios pequeños y grandes (que invierten en Estados Unidos y producen seis millones de empleos) sino a ese casi imperceptible hormigueo humano: el que te entrega la pizza, el que limpia las albercas, el que levanta las cosechas, el que corta la madera, la que extrae las vísceras de los pollos, la que recoge los platos en el restaurante, la que cuida a la anciana o a los niños, el que lava los pisos en los edificios de Trump. Gente de paz que busca una vía (así sea lenta y difícil) hacia una reforma migratoria que les permita alimentar a sus familias en un marco de legalidad.
En cuanto a las drogas y el crimen, son los estadounidenses quienes consumen las drogas y exportan las armas que han provocado, en una alta proporción, cien mil muertos en México. La administración de Trump, por supuesto, no tendrá el menor interés de modificar la legislación de venta de armas de alto poder.
Ante el ascenso de Trump, el mexicano promedio abriga temores fundados sobre el efecto brutal que ese gobierno puede provocar en la economía de México, segundo socio comercial de Estados Unidos y cuya endeble paz social puede sufrir un colapso. En las elecciones presidenciales de 2018 buscará entregar el poder a un líder carismático de cualquier signo que lo defienda del irascible vecino. Las viejas y olvidadas heridas históricas, asombrosamente, se abrirán con una intensidad imprevisible.
En lo personal, me siento triste y perplejo ante la llegada de un fascista a la presidencia de Estados Unidos. Espero que las instituciones republicanas resistan y lo resistan, y que el ejercicio de la libertad de expresión le impida hacer más daño del que ya ha hecho. Los griegos sabían que las democracias mortales. Ojalá la democracia de Estados Unidos, ejemplo del mundo por 240 años, sobreviva a Donald Trump.
Enrique Kruaze/ The New York Times