ESTADO DE MÉXICO.- Con pólvora hasta en las uñas, los artesanos mexicanos de la pirotecnia se niegan a dejar su luminoso y colorido oficio a pesar de la enorme explosión que sufrió el mercado de San Pablito, que dejó más de 33 muertos y decenas de heridos, una tragedia que simplemente consideran inherente a su vocación.
El martes el empobrecido municipio de Tultepec, del Estado de México, sufrió su peor tragedia cuando San Pablito, el mercado de pirotecnia más grande del país, se convirtió en una explanada de cuatro hectáreas llena de escombros calcinados tras una explosión por causas aún desconocidas. Al menos 13 de las víctimas mortales eran niños y adolescentes.
Otras 60 personas resultaron heridas, muchas de ellas niños con quemaduras de tercer grado en más del 90% de sus cuerpos.
La tragedia además se extendió durante días por las búsquedas de decenas de desaparecidos que mantuvieron hasta el jueves a sus familiares en un ir y venir entre hospitales y el Servicio Médico Forense local.
Pero los artesanos de Tultepec, conocido como la capital de los fuegos artificiales, se empeñan orgullosos en seguir con su peligroso oficio, estrechamente ligado a la religión católica, al grado de que en las misas dedicadas a los muertos de la explosión y en sus entierros, como se hace casi siempre en los pueblos mexicanos, se tronaron poderosos cohetes en su honor.
En este municipio localizado a 28 km de la Ciudad de México todos los cohetes se hacen a mano en talleres legales, pero también hay algunos ilegales. El comercio de la pirotecnia es de casi 10 millones de dólares mensuales en todo el país, pero el 50% se concentra en el Estado de México, entre los municipios de Almoloya, Amecameca, Ozumba, Zumpango y Tultepec, de acuerdo con cifras del Instituto Mexiquense de la Pirotecnia.
La mayoría de los talleres está en una comunidad llamada Saucera. Allí se fabrican desde diminutos e inofensivos cohetes llamados buscapiés, que al encenderse se deslizan a ras de suelo haciendo chispas, hasta bombas de 12 pulgadas, que son esferas rellenas de canicas de pólvora y semillas de algodón espolvoreadas también con pólvora y que se elevan hasta 100 metros de altura formando círculos multicolores en el cielo.
«Todos los de aquí ya sabemos el riesgo que existe», dice Isaac Rodríguez, de 25 años, mientras llena con distintos tipos de pólvora una bomba de ocho pulgadas, llamada Crisantemo, en el Taller Fuegos Artificiales Buscapiés.
Isaac habla del «cariño» que siente por la pirotecnia y su intención de seguir trabajando en ese mundo mientras da golpecitos a la bomba para sellar sus dos hemisferios. Hace años que sus manos y uñas son negras. Nunca usa guantes ni mascarilla.
Antelmo Cortés, de 45 años, dueño del taller, es cohetero de cuarta generación y sus hijos ya se entrenan en el oficio. «Amo mi trabajo», comenta este hombre que también tiene las manos negras de forma casi permanente. Tampoco está dispuesto a cambiar de negocio.
Cerca de San Pablito, en Zumpango, hay otro mercado que ha sufrido una baja en sus ventas después de la tragedia del martes. El mercado está compuesto por menos de una docena de locales que están separados por seguridad 12 metros unos de otros, tal como lo estaban los 300 establecimientos de San Pablito.
Aun así, Silvia Gamboa, de 56 años, dueña de uno de los puestos del mercado de Zumpango entiende que la gente crea «que puede suceder también una desgracia» y por eso no acuda a hacer sus compras para las fiestas navideñas.
Asegura que la Sedena ha acudido para verificar que cada local cuente con un extinguidor de fuego, un cilindro con 200 litros de agua y otro igual de arena. «¿Miedo? Sí me da miedo, este trabajo es muy, muy peligroso», pero «es lo que me da de comer», dice Gamboa, casada con un fabricante de cohetes.
con información de agencias
jcrh