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- Indígenas trans de Colombia deben huir de sus hogares por la terrible discriminación que sufren en sus núcleos familiares
En Colombia, los indígenas trans sufrende discriminación desde su seno familiar, algo que los obliga a esconderse tras los cafetales.
Cuando se decidió a ser mujer, su padre le cortó el pelo. Después fue inmovilizada en el cepo de castigo. La comunidad donde vivió hasta los 13 años, en el oeste de Colombia, nunca aceptó que el adolescente fuera Érika. Entonces esta indígena trans tuvo que huir.
«Llorar» fue su primera reacción. «Iba a morir, yo lo pensé así, yo no me quiero morir, entonces voy a volar», recuerda Érika, hoy de 18 años, en diálogo con la AFP.
Sin embargo, fugarse de su territorio -un resguardo bajo jurisdicción indígena- no ha sido un poético viaje de liberación.
Fueron dos horas en vehículo hasta Santuario, un municipio del departamento de Risaralda, con unos 15.700 habitantes y de tradición conservadora. Ahí Érika Aisama y otras indígenas trans se refugiaron en los cafetales.
De lunes a sábado son tratadas como cualquier «recolector».
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Aunque en épocas de bonanza las mujeres también trabajaban en los cafetales, la crisis del sector reemplazó la mano de obra tradicional por indígenas esencialmente hombres. Érika debe esperar los fines de semana para sentirse más mujer.
La Constitución de 1991 reconoce los derechos de la comunidad LGTBI, pero los pueblos indígenas han avanzado a ritmo más lento en su aceptación.
Para los embera chamí («habitante de montaña»), la etnia a la que pertenece Érika, ser trans «es muy grave», señala Rubén Darío Guipa, gobernador de esta comunidad cuya mayoría de indígenas se asienta en las riberas del río San Juan, sobre el Pacífico, y en Risaralda.
«Es como (…) un capricho del ser», explica Guipa. Para este líder «el indígena nunca cambia», entonces no sabe por qué algunos tratan «de cambiar su imagen».
Subregistro de violencia
En Colombia, asumirse como indígena trans -que representan el 3,4% de los colombianos- puede ser doloroso y violento.
Érika lo experimentó en carne propia. Es «muy peligroso», también reconoce Verónica Tascón, una de sus compañeras en Santuario. La familia las rechaza y las autoridades las castigan incluso con el destierro, si es que antes no han huido.
«Yo aconsejo a las chicas trans de acá que no se vayan para la casa y ellas ya no se van», agrega Tascón a sus 18 años en una finca cafetera, después de una jornada de trabajo atravesada por la lluvia.
Aunque no es un fenómeno exclusivo de las comunidades autóctonas.
La ONG Colombia Diversa explica que existe un «subregistro» de casos de violencia contra mujeres trans debido al miedo a denunciar o a la falta de precisión a la hora de definir el género de las víctimas.
Según cifras preliminares de la organización en 2018 hubo 29 asesinatos de mujeres trans en Colombia.
Un santuario difícil
Las primeras indígenas transgénero llegaron a Santuario hace aproximadamente seis años. Hoy son cerca de 50, según un conteo del investigador y antropólogo Jairo Tabares. No existe un censo oficial.
Los fines de semana se ven por decenas en la plaza central. Compran en las tiendas, se reencuentran con otras indígenas y descansan a la vista de todos. Los lugareños las «aceptan» y aunque van a «los mismos lugares», siempre están «aparte», dice el alcalde de Santuario Everardo Ochoa.
También los domingos son días de afecto.
John Palacios pasea con su novia Jessica Bucamá frente al atrio de la iglesia. Él de 23 años, ella de 19, ambos son recolectores y lucen impecables.
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«Estoy enamorado», dice John, aunque lo desalienta pensar en que con Jessica no pueda tener familia, porque, remarca, no es propiamente una mujer.
A las indígenas trans en Colombia no les gusta la prensa, por eso cada respuesta parece la última. Sueltan frases y dejan caer un silencio infranqueable.
Después de las tres de la tarde, las tiendas en Santuario restringen la venta de alcohol a los emberas, aunque según la alcaldía no existe una norma que lo prohíba.
En Colombia, los indígenas trans regresan a los «cuarteles» de las fincas, unas bodegas con literas para unos 36 recolectores de café.
«Es una población difícil», dice el alcalde. «Como ganan muy buen dinero cogiendo café, entonces se emborrachan bastante y arman mucha pelea y a la policía le toca estar muy, muy constante», agrega.
Pero una de ellas -que no quiere ser identificada- insiste en que gana poco y asegura que debe prostituirse para complementar su salario en los cafetales. De nuevo cae el silencio.
Mano de obra barata
Una decena de indígenas transgénero serpentea los cafetales de la finca El Paraíso. Son fuertes, rápidas, meticulosas. Sin embargo esta no es la vida que quiere Verónica. «No me gusta recoger café (…), me gustaría trabajar en una empresa, como enfermera, ganar más plata», agrega.
Sus dos primas, las hermanas Aisama, coinciden.
«A veces sueño que ya trabajo como una mujer, yo sueño así (…) que yo estaba contenta», dice Érika Aisama. De su antigua vida conserva un nombre masculino tatuado en el brazo que prefiere mantener en reserva.
El antropólogo Tabares explica que las autoridades indígenas se quedan con los documentos de identidad de las trans que son expulsadas, lo que les crea un problema adicional.
Lejos de los resguardos indígenas, las trans encontraron cómo sobrevivir. Pero llegaron a un sector en crisis.
El café suave colombiano es reconocido como el mejor del mundo, pero los bajos precios internacionales tienen a los productores en jaque.
Sueldos bajos
Verónica gana el equivalente a casi 27 dólares semanales, más que la mayoría de sus colegas. Pagan por cada kilo recogido, pero también descuentan la alimentación diaria y las compras que hacen en las tiendas de las fincas.
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En plena época de cosecha, los propietarios de los cultivos se quejan de un déficit de mano de obra «blanca».
«Si no fuera por los emberas qué estaríamos haciendo», se pregunta Jorge Martínez, de 47 años y administrador de El Paraíso. En la finca donde trabaja los únicos blancos son el mayordomo y los dueños.
El alcalde sostiene que es «un negocio» para el municipio porque hay «una crisis de mano de obra grande». «Nosotros ganamos y ellos (los indígenas) también ganan», explica.
Pero el antropólogo Tabares matiza: «En Santuario la gente se ufana un poco de todo el proceso de inclusión que tienen respecto a las indígenas (…), pero lo que hay ahí es mano de obra barata».
Verónica, entretanto, ya piensa en irse de los cafetales, muy lejos, «a otro país» donde pueda hacerse una cirugía de cambio de sexo y «tener bebés». «Si yo puedo morir como mujer me encantaría».